Más al Norte del bohío que según la tradición ocupaba la familia de Joseph Díaz, y ya en terrenos de Revienta Cordeles, se levanta un kiosco de cemento, construido por la bondadosa y caritativa dama cienfueguera, que tanto ama la tierra natal, la señora Teresa Rabassa, esposa del reputado comerciante y banquero Sr. José Ferrer.
Aquel kiosco es un piadoso recuerdo. Señala el preciso lugar en que se realizó el sacrificio de Mari-Lope. ¿Qué quién era Mari-Lope?
Imagínate, lector, una tierna y hermosa mestiza de español e india, que heredara del padre las facciones caucásicas y de la madre el tinto dorado de la piel, la negrura del pelo y de los ojos, la mirada ingenua y el natural sencillo. Era de genio vivo y alegre, hacendosa, enamorada de las flores y apasionada al canto. Con el mismo cariño con que cultivaba sus silvestres flores, cuidaba de las palomas y pájaros con mimo domesticados.
Nadie como ella cantaba con más unción, los areitos religiosos, ni con más ardor los cantos guerreros, ni con más dulzura las historias amorosas de siboneyes y piratas. A todos sonreía con ingenua pureza, a ninguno despreciaba por baja que fuera su condición, pero a nadie mostraba predilección especial, como no fuera a los que le dieron el sér. Educada por un padre profundamente piadoso, había germinado en ella y florecido lozano el místico amor por lo divino. Su espíritu iluminado se recreaba en las cosas y figuras celestiales; su alma flotaba siempre entre las nubes y reflejos de la gloria y su más ardiente aspiración era ir al eterno Paraíso celestial ofrecido por Cristo a sus adeptos.
Tal era Mari-Lope, la tierna y hermosa doncella. De más está decir que la admiraban y requerían de amores todos los jóvenes siboneyes de la comarca, de los que siempre había rondando alguno por las cercanías del bohío de Mari-Lope, que se levantaba próximo a los terreros que hoy ocupa el edificio, en construcción, del Yacht Club. Ella, casta y pura, consagrada a sus flores y aladas avecillas repartía los tesoros de su amor entre los que le habían dado el ser y Dios.
Como en el caso de Azurina, hubo de penetrar en la bahía de Jagua una nave filibustera, en busca de reparación. La capitaneaba Jean el Temerario, pirata feroz, de mala entraña y peores instintos, joven todavía y de arrogante figura. Desfiguraban su rostro atezado, la dureza de la mirada y enorme cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda.
Al ver a Mari-Lope, concibió por ella ardiente pasión, y sintió el deseo de poseerla; pero cuantas veces se acercó para hablarle de amores, otras tantas fue cortésmente rechazado. Tenaz y terco, no se dio por vencido el pirata, confiando que, si no de agrado, por fuerza había de obtener lo que se proponía. Una tarde la vio paseando en la solitaria playa. Cauteloso se acercó.